Un mundo de perros
Pumba, los dos Messi, perros literarios y la fauna (humana y canina) de una plaza fea. Y una invitación a escribir.
“Ella está convencida de que vos también sos un perro”, me dijo Ceci mientras Pumba me saltaba encima para morderme suavemente el brazo y después se aplastaba contra el piso en posición acechante, lista para el siguiente ataque. “Eso que hace es una invitación a jugar.”
Tenía razón, por supuesto. Me causó gracia la idea de que a los ojos de un perro (una perra en este caso) los humanos nos dividamos entre los que son más propiamente humanos y los que parecemos más perrunos. Pumba la adora a Ceci, está casi siempre con ella, pero conmigo juega distinto, “más fuerte”, se permite atacarme con cierta violencia porque yo se lo permito y porque muchas veces me pongo en cuatro patas y actúo parecido a ella.
Si de alguna manera puede decirse que soy un perro, estoy en buena compañía. Hace ya un tiempo Hernán Casciari dedicó un texto entero a afirmar que Messi es un perro y esa metáfora quedó literalizada de alguna manera en Anatomía de una caída, la película que te recomendé en el envío pasado de esta misma newsletter (y que, de paso, te vuelvo a recomendar). En esa película hay un perro que se llama Messi. Y ese perro tiene un momento crucial en la historia.
Para hacer una afirmación como la de Ceci hay que ponerse, de alguna manera, en el lugar del perro (perra en este caso): tratar de entender qué ve, cómo piensa un animal. Es un ejercicio que todos los que tenemos perro nos vemos obligados a hacer cada tanto. Digo “obligados” pero no quiero dar la idea de que es un ejercicio desagradable. Agradezco y recuerdo con cariño la lectura de cuentos formidables como “Roog”, de Philip K Dick, o “La pregunta de Rawson”, de Alejandra Kamiya; textos en los que quien escribe se pone en en lugar de un perro y desde ese punto de vista cuenta una historia cuyo drama se nos escapa si pensamos como humanos. (También está la novela de Virginia Woolf, Flush, que recoge el fluir de la conciencia de un perro; no la leí todavía, así que no puedo decir nada, pero apunto su existencia por si te interesa.)
A lo mejor ya adivinaste cuál es la idea que quiero proponerte para que escribas: que te pongas en el lugar (en la piel, por así decirlo) de un perro, o de una perra, y generes un texto desde allí. ¿Qué ve, qué siente ese animal, qué piensa, cómo se mueve, qué le pasa? Es una invitación a que te salgas de lo conocido para pensar en todo lo que ocurre en los intersticios de lo que nuestra visión alcanza a captar; a hacer, en definitiva, lo que siempre hizo la literatura, que es ir a buscar el lugar del otro, incorporar esa otredad y contarla.
Nosotros vivimos a poca distancia de una plaza que se llama Yrigoyen pero para mí siempre fue “la plaza fea”. Hace algunos meses empezamos a sacar a Pumba a la plaza para que corretee un poco y juegue con los perros que haya ahí. Que, como es natural, vienen más o menos adosados a seres humanos que son sus “dueños”. Por esto, entramos en contacto asiduo con esta doble fauna a la que hasta hace poco ignorábamos: la de los perros de la plaza y la de los dueños de los perros de la plaza.
A la plaza fea acuden más perros (y, por lo tanto, más dueños) de lo que yo hubiera imaginado. Siempre conocemos a dos o tres nuevos animales, aunque también hay un elenco más o menos estable y algunos encuentros que se repiten esporádicamente. Mendieta, Medea y el Gordo están casi siempre por la noche (pertenecen al mismo señor); con Catara o Katara (andá a saber) Pumba se encontró dos veces; con Pedro, al menos tres; Olivia, Almendra, Antón, Antón (no es el mismo), Pipo, Milo y Bimbo son otros cuadrúpedos que hemos conocido en ese lugar. Hace un rato conocimos a Lío, y aunque pueda parecer otra referencia a Messi, no es por eso que se llama así: le pusieron Lío porque hace lío.
La fauna de los humanos de la plaza es interesante por razones propias. Están los que se parecen a sus perros y los que son exactamente lo opuesto; están los solitarios y están los que vienen en pareja; hay algunos que pasan el tiempo sentados mirando el celular y sin prestar atención a sus mascotas, otros que se quedan parados sin quitarles el ojo de encima, y otros que las llevan bien sujetas con la correa; hay quienes parecen desentenderse y se dedican a caminar por la plaza mientras sus perros retozan por ahí. Están los alegres y los taciturnos, los que deslizan algún comentario ligeramente político y los que no. En algún momento todos se quejan de los mosquitos.
A los humanos de la plaza nos aproximamos con más cautela que a los perros. Hay que considerar que tienen formas, personalidades y objetivos distintos: no todos tienen mucho tiempo ni todos consideran que sus perros deberían jugar con otros perros, o que ellos mismos deberían interactuar con otras personas. Algunos rehúyen el contacto visual, otros miran pero no hablan y se retiran en cuanto pueden; otros son amables y parlanchines; muchos, al enterarse o adivinar que hace poco que hacemos esto, que hay una miríada de cosas que no sabemos o nunca se nos ocurrieron, nos dan una profusión de consejos.
Son reacciones diferentes a un approach que tenemos que también nos es propio. Porque no todos los que llevan sus perros a la plaza hacen lo que hacemos nosotros. Nuestro objetivo particular es que Pumba pueda conocer a otros perros y jugar lo más posible, y nuestra estrategia es ubicar al primer perro que veamos a ir aproximándonos con decisión pero también con cierto cuidado, haciendo un reconocimiento del terreno para desentrañar la predisposición del humano, que casi siempre está por ahí. Si efectivamente está, y si no estamos seguros de que Pumba sea bienvenida, preguntamos “¿Se puede acercar?”, lo que nos permite saber si el perro en cuestión no se va a echar sobre ella para destrozarla pero también le da al dueño una excusa para rechazarnos sin confrontar, si así lo desea. Entiendo que nuestro abordaje puede ser impertinente, y no es cuestión de andar irritando a la gente. Pero en general Pumba es bienvenida y nosotros, por añadidura, también.
A esta altura, Pumba ya es para nosotros una especie de hijita de cuatro patas, si se me permite usar la frase que emplea el presidente de la Nación, Javier Milei, para referirse a sus cinco perros, uno de los cuales está muerto. Es cierto que Milei está chapita, al decir de Guillermo Moreno (quien tampoco tiene, justo es señalarlo, todos los caniches en fila), pero, creepy vibes aside, en esta frase hay una verdad difícil de negar. Como criaturas empujadas por la selección natural a depender de nosotros, los perros se convierten en algo parecido a nuestros hijos, hijos a los que hay que atender, con los que hay que jugar, cuyo crecimiento hay que facilitar y acompañar.
En la complicidad espontánea que se establece entre los humanos de la plaza (al menos entre la mayoría de ellos) hay algo más que la que existe entre los aficionados a los autos o entre los conocedores de la música de cámara. Hay un lazo que va más allá de la afición y que tiene que ver con una cuestión primitiva de cuidado, de protección y estímulo. O a lo mejor es lo que me parece ahora que escribo esto y mañana me parece otra cosa.